Erase una vez…… Antología personal.........Cuentos…….Federico Sánchez
Del libro
Al final de la escapada
.....y otros cuentos desempolvados
-2002-
-1-
Para Elisa
.....que es mi vida
-Balada-Relato-
Este cuento ganó una Mención
en el Concurso Internacional de Cuentos
de Casa de Teatro,
julio del 2002; Sto. Dgo., Rep. Dom.
Elisa es la pasión de la desgracia o la candidez de la inocencia. No sé. Mire amigo, acepto como válido y bueno, como usted afirma, que “después de la tempestad viene la calma”, y yo diría, la salvación de la indolencia o la resignación de un caso perdido. Pero ella es el asomo de mi locura o la liberación del bonachón ileso. A pesar de todo, ella aún cabe dentro de mis ilusiones pasionales. Se lo confieso a usted que me acompaña en esta fría cárcel con un frío invierno lento y cantoral. Quiero decirle que me sentí tan extraño cuando la conocí, así, tan de repente, en el umbral de su casa, una poética tarde al comenzar enero. Yo no sé qué usted pensará de mí, ni siquiera sé por qué usted está encerrado en esta celda, como yo, pero siento la necesidad, la triste y a la vez alegre tentación de contarle, de hablarle de ella; imagínela sensual y seductora, altiva como una diosa, espeluznante y poderosa a un tiempo, tan atractiva como cualquier Cleopatra. Yo en cambio me imagino que a esta hora debe estar recostada sobre el postigo de la puerta (que siempre está semicerrada), ella siempre sobre el pequeño arco de la puerta; ella, un ave fénix en su esplendor, insinuante, con su rostro hermoso, luminoso, su cabello lacio, negro, descansando en sus hombros lozanos; sí, un cabello apenas imperceptible, colmena lunar que transparenta su rostro, un rostro con una mirada circular, hacia un lado y hacia otro, observando la muchedumbre y los vehículos en su vaivén, esos que pasan por la Juana Saltitopa (la otrora calle Erciná Chevalier, nombrada así hasta el 1961 en honor de la abuela materna, y de origen haitiano, del dictador Trujillo) y la calle 11, y yo aquí agarrando con mis manos blandas estos fríos barrotes desde hace una quinces horas y no terminan de decidir sobre mi salvoconducto o mi sometimiento, que de seguro será ilegal. En este país, que según un poeta nativo “está colocado en el mismo trayecto del sol”, las cosas son así. No sé si será igual en nuestro vecino país, Haití, allende la frontera. No entiendo por qué en estos precisos momentos, que debería estar preocupado y pensando en otras cosas, sólo me llega ella. Ah, ella, la de los ojos tristes y placenteros, la del pecho prominente siempre álgido, insumiso, mujer canela parecida a la mar nocturna, la de las manos bellas, que sólo amor se vive en ellas; ella que desde que la vi ya no siento más mujer en la vida, ya no veo más sostén que sus dos piernas, su cadera y esa mirada penetrante que me yugula, que me estrangula el alma y ya no quiero más miradas que las de sus ojos grises, no más miradas de otra mujer. Sí, supongo que a esta hora, tres de la tarde, y como todas las tardes de este mes de enero, de 1971, estará con sus ojos avispados deslumbrando, inoculando a todos los que pasan y que éstos, sin poder ocultar sus mohínos no reparan en voltear el rostro para mirar sus ojos dulces, cristalinos, mirar su boca delineada, configurada con flores de organdíes rosas, sin dejar de verla, pero caminando con sigilo y prudencia, evitando una colisión, un accidente inesperado, irreparable, y ella como si nada, coqueteando con sus ojos grises, y el vecindario ignorándola, “para que sufra por afrentosa”, porque “sólo se recuesta de la ventanita para provocar”, crearle más problemas al transeúnte que pasa dislocado con tantos inconvenientes, primero por la represión desatada contra los revoltosos políticos de izquierda y centro izquierda, los desafectos del régimen, y segundo por la situación monetaria, a pesar de la bonanza económica en la venta internacional del azúcar, nuestro monocultivo en auge, y esa industria sin chimenea que tiene este país, nuestra gran República Dominicana, como el turismo, que se perfila con superávit para estos tiempos de los 70s; parece que no entienden que ella es un milagro, una salvación que está puesta ahí, en la puerta adornando su postigo, toda las tardes, puesta por Dios, para deleite de los demás, para que la vista de todo poder masculino pueda recrearse, sobre todo la vista mía, con su rostro tan bello, tan perfecto; ah, su rostro, mire amigo, cuando lo vi por primera vez, aquel domingo en la tarde, desde entonces quedé embelesado; recuerdo que yo iba caminando por la calle 11 hacia la Juana Saltitopa y justo al doblar la esquina, vi su rostro, sus codos posados sobre el marco interior del postigo de la puerta azul claro, ésta de dos hojas o bandas, con una abierta, y las palmas de sus manos fijas como columnas dóricas descansando debajo de su mentón, y en la parte inferior de la puerta sobresalía una de sus piernas inclinada hacia fuera, pierna preciosa como tronco de Caoba, y en la radio de Doña Fefa, que vive en la misma esquina, sonaba la canción de moda, una joya en versos hecha canción, la última de “Sandro de América”, que lleva por título “Para Elisa”, y mentalmente comencé a tararear con Sandro, que gorjeaba “puedo dar lo mejor de mi sonrisa”…y desde entonces, ella es mi Elisa, mi ángel guardiana, mi pasión, y fue así que la vi, y me le acerqué, pero no me salieron las palabras para presentarme; quise cantar “para Elisa tengo ansias que se confunden con la brisa” y se me olvidaron las letras de mi canción favorita, “imposible”, me dije, pero cierto, lo que hace la impresión provocada por una mujer, un tesoro encarnado, y así, embelesado, como le dije antes, seguí mis pasos, y desde entonces ya no duermo bien, ni siquiera aquí donde me encuentro desde anoche, casi ni me concentro en los estudios, no hago nada sin antes suspirar profundamente por Elisa, con quien, junto a Sandro, “puedo un mundo de ternura construir”. Pues como le decía, mi querido señor, desde ese día su cuerpo es mi templo, una catedral que construyo sin ladrillos enhollinados, y sus ojos son mi futuro y me veo organizando un festín en su sonrisa, y sus manos son mis guías y marcho hacia las estrellas con una canción, que se titula “Para Elisa”. Quedé tan desorientado, esa tarde que la vi, que perdí toda noción del tiempo, de la espera, de los demás y llegué a mi destino sin saber si había llegado al lugar donde iba, donde Felicia, mi enamorada escolar del Liceo Juan Pablo Duarte, de ojos tristes y aniñados, pero de cuerpo alegre, a quien yo había ido a visitar y me remenió tratando de volverme en mí, porque fue tan grande la emoción que sentí al conocer a Elisa que me veía extraño. Me brindó refresco y galletitas Carbonell, que tanto me gustan y las dejé intactas, “pero Antonio qué te pasa”, me pregunta Felicia, y yo ahí como enjaulado en un callejón sin salidas, atrapado en el rostro de Elisa que se mantenía orbitando en mi aura y también Sandro seguía en mí rebotando con esa frase que llega hasta el alma, “para Elisa, Dios me ha puesto aquí en el pecho un corazón, que latirá hasta morir junto a mi Elisa”, y yo ahí, embebido, en la sala, junto al sofá-cama, frente a la mesita que sostenía la bandeja del brindis, y en el mueble me veía sentado frente a la madre de Felicia; sí, yo estaba, pero a la vez no estaba. O sí estaba, pero turulato, estupefacto y Felicia gritándome “pero come algo, di algo muchacho, qué te pasa, tienes fiebre o qué …estás enfermo?” Y yo pensando “Oh si, muy enfermo”, y ella que me toca la frente, las manos (un pretexto para tocarme, o mejor aprovecharse), y sigue tocando, pero yo no siento nada, “claro que no tengo nada”, pensé, porque mi fiebre está por dentro, fiebre de ver ese rostro de nuevo, de ver la luz del paraíso, la brillantez que no tiene límite, el ángel-luz que ilumina las tinieblas, que agiliza los corazones, un espejismo, el invierno de la nada, la candidez de la inocencia, la flor que espejea colores mágicos; esa es Elisa, única en su género, mariposa que abruma, gacela saltimbanqui que estremece la libido, y no me quedó más remedio que salir, excusarme, con mi fiebre a cuesta de verla otra vez y así regresé por los recodos de mi casa, con la vista nublada, viendo las cosas a mis pasos y a la vez sin verlas y sin reconocer a los muchachos que me voceaban en la esquina 11 con Saltitopa: Polo, “El Cabezón”, Chino, “El Jaguar”, “Guito, Cara ‘e Gato”, Chiquitico, “El Manganzón”, Chivolo, “El Chivo loco”, “Faelo, To’Largo”, Wilson, “El Gago”, Jando, “El Feo”, Silverio, “El Pinta”, Miguel, “Lalá Mué”, Joaquín, “El Cuentista”, “Candelo, Pata Renca”, Pablo, “El Feo Mayor”, Juan de Dios, “El Tingo”, Lalán, “El Retador”, retozando como siempre y yo que sigo de largo y me vocean de nuevo, pero no oigo, no quiero oír, y sigo mirando sin mirar a las chicas en su ascenso físico, con madurez, sus minifaldas y sus botines de charol; observo hacia los arbustos en crecimiento, rodeados por una cerca de madera, el solar lleno de árboles frutales de mangos, guayabas y aguacates, de la casa de Chichí, “El Gago Menor”, y los vecinos que me vocean “Ey, pa’ dónde va”, y los niños y adolescentes correteando, insertándome, rozándome con sus pantaloncitos cortos recién planchados y sus camisas almidonadas y el borracho del barrio, Barbiquín, simpático y bonachón, con su tufo a alcohol crudo brindándome solamente un trago, y yo que lo esquivo, y entre-escucho el murmullo de las vecinas, que me suenan a sirenas silentes, imperceptibles, con sus ojos picarones e irritables, el portón del patio de mi casa que abro y no sé cómo lo abro o no sé si lo abro, porque todo lo que veo es el rostro de Elisa, todo se transfigura en sus ojos grises y ya en mi cama, me siento como un extraño y me miran medio extraño, trato de alejarme de su rostro, en vano, ya no hay más espacio para otras cosas, me sumerjo en la soledad y trato de dormir, pero aún es temprano, no es mi costumbre, y para el día siguiente, precisamente lunes como hoy, había un examen de filosofía, del cuarto de bachillerato de Filosofía y Letras, y también tenía pendiente una asamblea estudiantil que deberíamos realizar para determinar las tácticas y la estrategia que debemos emprender para apoyar un mayor presupuesto para la UASD (que apenas pasa del medio millón) y exigir el cese de la represión política y tenía que repasar dos horas antes de acostarme, y a las siete de la noche es muy temprano para querer recostarme, dormitar, pero sigo viendo su rostro, oiga vale, usted no se imagina, entre siluetas, entre las tinieblas de mis ojos semicerrados; en verdad hubiera estudiado, pero en ese momento ella era mi única pasión, o posesión de mí por esos ojos grisáceos, ausentes, y fue así que dormí. Sepa usted compañero, le puedo decir compañero, ¿no?, que toda la mañana del lunes siguiente, a pesar de los ajetreos, las reuniones y discusiones, a pesar de los pocos minutos de clase recibidos, todo me pareció incómodo, mejor dicho, inalcanzable, horas interminables, casi infernales, el tiempo detenido para mi desesperación, porque lo único que anhelaba, lo único que procuraba era volver a ella, a Elisa, verla de nuevo sobre el postigo, marco que se ha hecho religioso desde que ella lo posa, y que le imprime deidad, y espectro artemisano, para disfrute y deleite de los humanos y lo convierte en cálida flor que aromatiza mis siempre azaleas inmunizadas, y mis rosetas irisadas, múltiples, preciosas. Le digo, mi señor, que no bien llega la tarde y me hundo en sus recuerdos, me sumerjo en su sonrisa, oh Elisa, ya no hay radiaciones que puedan deslumbrarme cuando sus ojos grises brillan. Y pensando en verla, oiga usted, me hago mi propio reto, llegar hasta su puerta empedrada, mirar sus ojos encantados y de encantamientos y pronunciar su nombre sandrino, al que me adapto, mi pasión, una lujuria que es locura y suicidio, a la vez, salgo en su busca, seguro que debe estar donde el día anterior la dejé, pero esta vez se me ha ido la nublazón, ya detecto los obstáculos del camino que transito hasta sus pies, y camino de nuevo desde la José Martí, para doblar a la calle 11, en la esquina un colmado, lleno de adminículos de primera necesidad, observo los estantes de licores criollos, cuyos soportes publicitarios son un homenaje al país o un llamado al alma nacional (“consuma lo nuestro”) o al amor (“Anís Confite, sabe a beso de mujer” que felizmente se escucha en la ventrílocua voz locutoril y no menos melodiosa y comercial del creativo publicitario Freddy Ortiz), clichés reiterativos en el posicionamiento de venta; sigo mi caminata triunfal, se nubla el cielo y la tarde se hace espesa, una amenaza de tormenta, un torbellino suave y lento, briznas acuáticas se ciernen sobre el barrio Villa María y los barrios aledaños como Villa Consuelo, Mejoramiento Social, Villa Francisca, San Carlos y María Auxiliadora; el chubasco no se hace esperar, aureolado sobre mi cabeza continúo impacientemente mi lujuriosa caminata, me tropiezo con la muchachada del barrio jugando a las carreras de caballos en las cunetas, en los canales de las aceras, simulando a los équidos con trocitos de plásticos endurecidos y empujados por la corriente de agua que sale de los lavaderos de los hogares y llega a las calzadas. También veía, le digo a usted, de una forma ingenua pero lúcida, el taller de mecánica del maestro Juan, más o menos ocupando parte de la acera, obstruyendo el paso peatonal, y así giro a la izquierda para tirarme a la calzada y evitar ensuciarme el jeans fuerteazul, de la famosa marca Lee, que me hacía lucir deportivo, luego ladeé el corral porquerizo del carnicero bondadoso que le echa maíz y aguacate a sus cerdos para engordarlos y luego venderlos vivos por kilos y escucho el sonido indistinguible de esos cuadrúpedos “koy koy koy koy koy koy koy”, que asaltan el suave aroma de la brisa, y en la esquina Saltitopa con 11, veo la Compraventas Nelson ya abierta para responder a necesidades del vecindario después de la siesta de la tarde, cuya resolana abrasante embarga todo el entorno y en ese punto tiemblo, comienzo a vacilar, “Y si la veo”, pienso, “y si me topo con ella, con
sus ojos eternos, inmisericordes, contumaces, grandes, de camaleón fugaz y camuflajeado, ojos más grises cuando baja la tarde, cuando sonríe”, sigo pensando, “y si sus dos siluetas de negro sutil me miran fijamente, será posible tanta tensión, qué diré, le marcharé sin ansias ni tapujos, bueno le diré –Hola, qué tal, soy Antonio, cuándo te mudaste aquí-, y ella que frunciendo las cejas, boca entreabierta, un tanto sorprendida, pero esquiva siempre, inmune, sólo me mira”, y yo sigo pensando lo que le diría después: “cómo te llamas. No, no me lo digas, te llamas Elisa, sí, sí, Elisa, porque es mi deseo, es mi orden y no hay pero que valga, pero no, mejor, no, no diré nada de eso”, pienso, “sólo un saludo y ya está”, así comenzaría nuestra gran relación, un inmenso amor idílico, comprende usted, sin retorno ni estorbos, eterno, la pasión más fuerte que nunca tuve jamás, ella, Elisa, la diosa del amor, Artemisa, regresando y creando fiestas matinales, nocturnales, cuyos deleite no alcanzaron a ver ni siquiera el aura celeste del monte Olimpo, ni los de Sodoma y Gomorra, menos aún el despertar del paraíso después de la desobediencia provocada por la formalidad de la fruta prohibida, y así seguí, usted no se imagina, hasta llegar a su morada, y casi de hinojos me abalanzo para ver su rostro claro como sierpe sobre la portezuela, sobre el umbral del atardecer y al querer llamarle Elisa, y decirle “he aquí tu Ulises, Odiseo en alta mar, que viene a Itaca, y a quien tanto esperas,” recibo su Mirada penetrante, inocente, sorprendida, a la vez ignorante, pero me detengo, trago en seco, no me salen las palabras, usted no se imagina, la fuerza se me escapa, mi corazón retumba, tintinea, se sumerge en un abismo, y ella ahí, inescrutable, impenetrable, esperando un gesto mío, una palabra entonces, y sólo atino a decir “Hola, qué tal” (por poco retomo a Leo Fabio, le gustan a usted las canciones de Leo Fabio, ¿verdad? Y yo repitiendo “tierno amor qué tal, ya ves suelo retornar...”, pero entonces, Sandro es mi favorito y “Para Elisa” es mi canción preferida), y en ese momento ella arquea las cejas embriagándome, pestañea, sorprendida, y me responde, “Qué tal”, y salgo corriendo o de prisa, no sé, sólo imagine usted cuando una persona sale disparada al ver a un fantasma o un muerto vivo; en ese momento me nulifico, me alejo, busco respiración donde no me vean, me repongo del estupor, “Eres un cabrón”, me dije, “un fantamoso imberbe, capaz de tirar más de diez piedras a los terribles y represivos policías, en menos de un minuto y no puede lanzarle más que dos o tres palabras a mi bella amada, que espera la llegada vespertina para recostarse en mis brazos órficos, regodearse con mis ternuras, con mi susurro afectivo”…Oh no, no, no, usted no se imagina cómo me encontraba después de esa deserción. Luego de esa situación volví en mí, a mi realidad, y seguí huyendo, me espanto por un ramalazo que recibo de un arbusto que está en la esquina y vuelvo a la estancia de mi hogar, a la tarea escolar, me sumerjo en la filosofía, en el materialismo histórico, tratado en el libro de Víctor Afanasiev, que es el tema a discutir al otro día en el Liceo. También me pongo a leer, releer versos de los poetas clásicos españoles, Machado, Lorca, Quevedo, Góngora, y otros, usted debería imaginarse cómo me gustan estos poetas, es mi pasión; luego mi madre me acaricia el pelo, ¿Dónde estabas?”, me espeta, “te ves un poco asoleado” (“Querrá decir azolado”, pienso), “a esta hora siempre estudias y hoy estabas en la calle”, continúa ella; silencio de mi parte, sólo un gruñido de aprobación, sigo tratando de escabullirme de su mirada, me concentro en la materia de estudio, pero regreso a mi Elisa, a la materia risual de su boca, que más que filosofía sensual, es pasible de ser tocada con impulsos suaves pero densos, boca apacible como la noche fría o de juerga navideña, un poema, una canción que canto arrimado a su pecho; regreso a sus labios entreabiertos, a sus ojos azorados, a su entrecejas; llega mi madre con un vaso de jugo, quizás para hidratarme, mi salvación, salgo de esos ojos grises que le he descrito y me lanzo a la realidad, “¿Y cómo está Felicia?”, me pregunta, “Ella está bien, debe estar estudiando ahora, tiene una prueba mañana”, la evado y vuelvo al silencio, que es mi confidente en estas horas aciagas pero de feliz mansedumbre, silencio interrumpido por mis hermanos menores, principalmente Nelson y Víctor, que merodean mi entorno, brincan, juegan al “Topao” o al “Escondido”, o a “Floriconvento-convento sin flores, que vayan y que vengan y no se entretengan… que me traigan pétalos de margaritas-, y arman algarabía, no me molestan porque no tengo que concentrarme, sólo pienso en ella, en su lacio pelo, renegrecido pelo descansando sobre su terso cuello, y el corpiño del polocher sin mangas, con mantarrayas, atravesando su candoroso cuerpo, que sólo se ve desde la cintura a la cabeza; “Niños, cuidado que se dan un golpe,” es mi madre que me saca del sopor, vuelvo a las páginas del libro de filosofía, al materialismo histórico, me concentro, hasta ahora la radio estaba prendida, sintonizada en HIZ, pero no escuchaba nada, no interrumpía mi lectura, mejor dicho, mi pensamiento, ni siquiera la bulla en el patio de las vecinas, descansando, jugando bingo debajo del ramal de Chinolas enredado al árbol de Manzanas de Oro, y cantando “Pinta, Pintintín, La Mano”, ni los ladridos de los perros me estorbaban, ni el correteo de los gallos, delante de los perros, huyendo de éstos; nada me sonsacaba, ni mi padre desde su habitación marital pidiendo clemencia, “por favor, dejen el retozo”, el pobre desde las 4 de la madrugada levantado para buscársela en el Mercado Público, y en ese preciso momento sonó en la radio la voz del locutor, con un programa especial de Sandro, “Y desde ahora hasta las cinco de la tarde la voz de América, Sandro, sus mejores melodías, te acompaña desde ahora Ramón Sanabia Juliao”, desde entonces en cada presentación del tema musical estoy inquieto, hasta que sonó “Para Elisa, puedo dar la mejor de mis sonrisas”… y comienzo a suspirar, yo que me había concentrado en mi tema filosófico; oh, cómo tintinea en mis adentros el gorjeo de Sandro y su arpegio musical angelical, “para Elisa tengo ansias que se confunden con la brisa”, ahora sí me solidarizo con mi padre por el silencio para que él pueda descansar apaciblemente, “para Elisa que es mi vida”, y salgo al patio y le reclamo a las vecinas silencio, que el viejo descansa, este es el momento de volver a ella, pierdo de vista el libro, estorbo a destiempo, me arrellano en el mueble sofá, cruzo las piernas y observo el techo desteñido y ahora suena el piano, estridente, melodioso, melancólico, sulfurado, con su tintineo, y la voz varonil, estentórea y melancólica, a veces llorona, a veces de gorjeo chillante, forzoso, de Sandro, atronando mis sentidos, mi estulticia musical que no resisto más…. “para Elisa que es mi amor”, y mi madre suspendida, mirándome así, en esa pose y como en las nubes, pensará “qué le pasa a este muchacho, desde ayer lo veo medio raro”, y sigo cavilando, mire usted atisbando, y yo muy quieto, quedo, quitado de bulla, silente, espacioso, aletargado, subsumido en los recuerdos elisianos; el techo de zinc parece que se me viene encima, las paredes me aplastan y es que Sandro entonó el último verso, “para Elisa es este amor”, luego regreso a mi materialismo, acudo a Descartes, “Ya no más pensar en ella para existir”, me digo, emprendedor, contumaz, “ya no más substrato imaginario de sus faces juveniles, de la Elisa encantadora”, me repito, intento desligarla de mí y lo consigo, por momento, recuerdo que yo tenía reunión en el “Club Cultural y Deportivo Los Juveniles”, a las 6 p.m. y son las cinco y algo. Salto de un brinco del sofá, por momento mi cama lujuriosa, me cambio, uso el jeans Livae, agarro una camiseta ticher con la efigie del El Che en la espalda, en donde está con boina negra, adornada con una estrella roja y un habano entre los labios; salgo a la calle, llena de bullanguería, ruidos intermitentes de vehículos, un altoparlante en el colmado, hombres y mujeres caminando, suena en la radio “Viejo, mi querido viejo, ahora ya camina lerdo, como perdonando el tiempo”, lo más reciente de Piero, gente saliendo del trabajo, estudiantes que acuden al Liceo nocturno, personas ensimismadas sentadas en las aceras frente a sus casas refrescándose después que el resol de la tarde se eleva, o en espera que este vapor se disuelva definitivamente y así elos y ellas poder entrar a la casa y ver la telenovela en boga, “La Gata”, de increíble teleaudencia, o ver los noticieros, y niños y jovencitos jugando béisbol con pelota de goma, bateándola desde el contén que enmarca la calzada, a falta de un play, y ya en el Club, a punto de iniciarse la reunión, se teoriza, “que las actividades culturales hay que ligarlas a la política, al proceso de defensa estudiantil, de la conciencia; que debemos orientar a los obreros, crear conciencia progresista al vecindario; y qué decir de las actividades deportivas ligadas a un proceso de concientización como elemento cultural de avanzada política…”. Yo le digo una cosa a usted que no me lo va a creer; mientras en el Club se discuten estos temas supercandentes, yo en cambio, por momento, regreso a sus ojos, a su pelo, a su rostro entero, argento, penetrable, pero de pronto vuelvo a la realidad, me despido, retorno a mi casa, ya no hay más espacio agradable que mi habitación, que comparto con mi hermano menor; ya allí en seguida, como magia, lo organizo, “cosa rara en mí”, dice mi madre, y dejo que pase el tiempo, que ya no es tiempo, sino ilusión, convergencia de todo, de la realidad detenida y la musicalización atemporal del sueño que no logro alcanzar, y la ruleta que rueda y rueda sin parar, violenta, indefinidamente, como una cinta megafónica, un sinfín, y de pronto la veo, toda ella, a Elisa, la de mis ilusiones, una virgen, y se me ofrece, de cuerpo entero, se sienta en mi cama, mi rostro se desvanece, ha colocado sus dulces manos sobre mi mano y luego en mis ojos, como queriendo retenerlos con sus escuálidos dedos, que son angelicales y dulciferinos y parsimoniosamente y sin parafernalia, eleva su sedoso vestido que desde el ruedo de la falda ha levantado, subiendo, hasta traspasarlo por su cuello munífico y queda inerte, estampada, estatual, como esperando un gesto mío, un murmullo, un alarde gutural, y suavemente se confunde con mi cuerpo, arropa todo mi esqueleto, ya transparente, ya virginal, frío; inicio mi ascenso, me sumerjo en su entorno, mi mente entre su ramificada cabellera, que es selva abrupta, túnel insondable, y escruto su lánguido cuello, bordado por un brilloso azabache enhebrado, impérfido, que es su pelo, desciendo, busco sus colinas inminentes, inclinadas, dadoras humectantes, sus montañas de “gólgotas rosas”, rumiantes, altivas, cimas ágiles,
citadinas, sinuosas, inescarpadas, para caer en el llano de su pradera con sus arbustos y matorrales, prado hecho vergel, hecho canción para ser abordado por aves agoreras y de rapiñas como yo; araño, rastrillo todo su entorno sanguíneo, husmeo su fértil vientre, su candor, incendiando mi voz y me llena de fermento frutal, de néctar olímpico como la flor de Cundeamor en primavera, y un remolino indescriptible se apodera de mi cuerpo, aceleran los vasos comunicantes de la pasión, un ritmo voluntarioso recorre todos los intersticios, todos los rincones, todos los puntos álgidos de los sentidos, detenidos, y se inicia un descaecimiento total, y resuenan los latidos como una sinfonía que de increscendo pasan a leit motiv atonal, latidos que son apagados súbitamente por una voz impertinente que llama a la puerta de la habitación despertándome de un letargo que parecía interminable, lleno de placer hedónico “Antonio, Antonio, te buscan”, alguien llama y siento nostalgia por una empresa onírica natimuerta, ida a destiempo, aún por terminar. Sin molestarme por la llamada a destiempo de mi hermano, me levanto, 8 p.m., para atender mi visita imprevista; era Jesús, “El Mello”, amigo de infancia que quería caminar por las calles citadinas en busca de chicas escolares, a las que él había prometido visitar en horas nocturnas; pero imploré que lo hiciéramos otro día. Después me volví a recostar, pero a leer un poco hasta que el sueño me embargó de nuevo, buscando su imagen perdida en el sueño anterior. Al otro día nada, todo siguió igual, el recorrido hacia el Liceo, los saludos, las discusiones en clase, en el juego de volibol las chicas porritas, animando a su equipo, en hot paint, los pantaloncitos calientes insunuantes, diciendo “Uuuuurrra uuurrra rrraá rrraá rrraaá Los Silvers, los silvers, son los que van”, y las miradas incisivas de la fanaticada masculina, el básquet en recreo, conversaciones un tanto íntima con Felicia, su reclamo de que yo no la llamo o no he ido por su casa, me excuso, “actividades del Club”, le digo, “muchos estudios, tú sabes, para el examen; ayudando al viejo en sus labores vespertinas, también a la vieja ordenando la casa y en su rifa de la Lotería y en el juego de Bingo”. Luego a la salida del Liceo, acompaño a Felicia, silencio o algunas palabras, secas, insignificativas, al llegar a la esquina que se dobla para su casa, me detengo, ella se extraña, me mira, fijamente, duda, espeta con los ojos, con un gesto ritual de sus labios, y yo, pensando, “no puedo acompañarla hasta su casa, es el camino inevitable que conduce a la casa de Elisa, y si me ve con ella, qué diría, que es mi novia, mi amante,” y pensar que Felicia sólo es una de tantas chicas que se enamoran solas de los líderes estudiantiles o clubísticos; sepa usted, mi querido amigo y compañero transitorio de esta fría celda, que se lo digo y no me ufano de decírselo, aunque hay muchas que sí son políticas, pero Felicia no, ésta se apega a mi condición de dirigente, pero yo no la amo, sólo me entrego un rato libre con ella, y ella “Y qué, no me vas a acompañar”, me interroga, pido disculpa, excusa, “Mi cabeza no anda bien, se asoma un dolor, fue el sol recibido en la cancha, te visitaré esta tarde”. Por instinto espontáneo miré su cabellera buscando un residuo, un resquicio que me llevara a Elisa, pero fue en vano, no había parigual. Desde ese momento, en mí, este gesto visual, de estar
mirando cabellera se convirtió en algo mecánico, reiterándose en todas las muchachas que pasaban a mi lado o estaban paradas o sentadas en el trayecto, miraba su pelo como buscando la inminencia de su figura, otra Elisa, que me embargara, me colocara en otra situación. Ante la mirada insólita o inusitada que dirigí a su cabellera montaraz, Felicia sintió como un aliciente inconcluso, difuso, luego ella pronunció un “Chao” imperceptible, opaco, gorjeante, inesperado, y girando su pequeño cuerpo, serpentino y violinístico, salió rauda y veloz con la mirada intranquila, pero altiva, abandonando el lugar que formaban la esquina hacia la calle de su casa, pasando por la de Elisa, y la calle que conducía a mi casa, “separación oportuna”, pensé y seguí pensando con discordia disimulada, en sus apretados dientes y algún ápice de suspicacia al decir adiós; entonces me siento libre, pero culpable, es la conciencia revolucionaria que asoma, trato de suavizarla, de tranquilizarla, le voceo “Mejor te veo esta noche, guárdame una limonada”, pamplina, esto es inaudito. Llego a mi casa y me sumerjo en mi mundo, el mundo que es ella, desde que la vi ya no sé de mí, algo hay que hacer, pasan los días y no logro conectarme con ella, de su sonrisa frágiltierna, y al domingo siguiente, al final de la tarde o casi oscureciendo regreso a su puerta, al postigo de mi ilusión, al marco de su vergel, a su estatura posible que es ventana para mis suspiros, y margen entre respiraciones cadenciosas, sinuosas; el postigo, y ella arrimada al postigo, se llenan de cielo púrpura en cada anochecer; pero esta vez encuentro la puerta de par en par, abiertas sus dos hojas, no está en el postigo de la puerta, escudriño su rostro con ojos avizores y escurridizos a un tiempo, los míos, señor mío, los de ella no, los ojos de ella son luminarias, y busco el interior de la antesala alargando la mirada, husmeo sus ojos grises, su pecho prominente, su boca de encendido pétalo carmesí, y cientos de ráfagas y centellas se nublan sobre mí, luces magmáticas nublan mi estancia; temblores, calambres, y tartamudeos impronunciables acuden a mi cuerpo, y jadeos ininterrumpidos; párpados caídos me subyacen, y tintineos próximo al paroxismo, se sumergen en mi torrencial sanguíneo, que me paralizan en todo, cuando la vi, pero no por verla simplemente, como se ve a la bella amada, a la Dulcinea de mis pasiones y de manchegas llanuras, a la Artemisa en donde subyacen lujurias y eternidades, a la mujer que se posesiona del tálamo del hombre y que lo traspasa hasta en los sueños; no, no fue por eso, mi querido amigo, sino al ver a su lado a otro joven que no era yo, irritando con sus manos indelicadas, inmundas y sumisas, masilentas, su pelo lacio, escrutando con sus ojos de alma de arpía sus ojos grises, que en ese momento ella los tenía, cómo le diría, bueno, eran incólumes, incoloros; era un joven, sí, aparente, emitiendo de sus labios habladores, insolentes, las frases candorosas que ella espera recibir, y que era yo quien debía decirlas…Oh de mí, usted no se imagina, andé y desandé, recorrí calles y callejones inconscientemente, sin evitar el peligro, sin comprender que las noches ya no son tan largas, se acortan con toques de queda, amenazas, asechanzas furtivas, represiones temerosas, con redadas dirigidas, compulsivas e impulsivas, buscando chivos expiatorios o justificando restablecer el orden social, la paz alborotada, el sistema establecido; ya tarde de la noche fue cuando tomé conciencia del asunto, y sin darme cuenta, de pronto, me vi acorralado, “Métase ahí, qué usted hace a esta hora de la noche, eh, alborotando el orden, eh, eh”, expresó el oficial que me mandó a trancar por andar tarde en la noche sin rumbo fijo, y fue así que me encerraron en estas cuatro paredes, que
desde anoche hasta ahora, 3:15 p.m. le estoy acompañando y ya van más de 15 horas y no veo el milagro de que el abogado del Partido logre zafarme de estos fríos barrotes que queman mis manos blandas, las manos ansiosas que, aún, quieren abrazar a Elisa.
-Enero, 2002-
Erase una vez..............................Cuentos.................................Federico Sánchez
-2-
Al final de la escapada
Caes y qué forma de caer tan desgraciada, tan desgarbada, desgarbante, inmisericordioso. Apenas pudiste pensar en tantos ajetreos matinales, en tu maquillaje perfecto, disfrazado; para qué, para que en menos de media hora caigas así tan de repente, desaliñado, irreconocible; para qué tantos años de sueños, de lucha, de escapadas en las madrugadas frías y apagadas, tantas reuniones planificando el futuro, tanto cambio de ropaje, de introducirte por las ventanas a cualquier hora para que no te vieran los vigilantes del frente o los de las esquinas, esos receptáculos de borrachos y vendedores ambulantes falsos o camuflajeados; tanto afeitarte la candorosa barba acariciada desde hace un mes que comenzó a crecer para transformarte en otro, barba montaraz pero armoniosa, para que unos minutos después te ladearas en precipitación hacia un abismo insalvable, hacia un lecho pedregoso, de rocamares punitivas como esas sanguijuelas humanas con bayonetas en manos. En esos últimos minutos alcanzaste a pensar en tu sobrenombre “M-L”, que identifica a una de las tantas ideologías de este mundo, con pretensiones universalistas, adherida a una verdad consumable. Pocos minutos atrás apenas eras muralla inescarpada, aún antes de salir a la calle, cuando logras abrir los ojos, te quitas la frazada que te cubre del frío seco, elevas tu cuerpo, observas el reloj, 7:30 a.m., de un martes cualquiera de 1974, comprendes que dentro de media hora debes alistarte, tomas el cepillo de dientes, luego la brocha y la navaja de afeitar para redecorar tu barba y crear el cerquillo perfecto, arqueas las cejas buscando una imagen tuya irreconocible, una figura contra-detectora, de esas que usan los servicios de inteligencia que ya tú conoces. Prendes la estufa y un fuego apacible se entremezcla con tu sentido de la realidad, aromatizado luego por un sorbito de café nativo; te bañas, y la helada agua conduce tu imaginación hacia aquella tormentosa noche a un hilo de ahogarte, en esa celda solitaria sin salida, tan sólo con ese orificio en la parte alta por donde fluía un aguacero también helado que poco a poco fue llenando esa tinaja-cárcel de hierro y cemento, donde te encontrabas hasta rebosarte (casi) y tú que levantas la cabeza, todo el cuerpo, pero inútil, el borde superior te aplasta, pero el cierre del grifo detiene el correr del agua, como ahora que desesperado, impulsado por una fuerza inconsciente tuviste que detener esa lluvia que te caía desde la tubería del baño, y que te ahogaba; te secas y sales disparado hacia el dormitorio a cambiarte de ropa, tu compañera del lecho conyugal respira profundamente sobre la cama, la observas, y piensas en una Monalisa sin sonrisa, con la boca abierta pero sin ese espectro risual desdibujado en sus labios, comprendes que la ama, pero quizás fue la ascensión que tuviste anoche en el acto de amor, luego de más de un mes escondido en un lugar irreconocible y apartado de la ciudad, cuyo escondrijo abandonaste porque era crucial una reunión para trazar los nuevos planes estratégicos de expansión y difusión propagandística y de otras índoles que hicieran renacer, regenerar las actividades de la Organización. Piensas en lo que será tu primer discurso al salir de la clandestinidad, en lo que sería la nueva metodología del Partido, y en esa frase extraordinaria que has ensayado mentalmente “Debemos llevar los principios partidarios hasta su máxima consecuencia…”, y sigues pensando en lo que sería tu intervención en el encuentro, tu discurso central “…la verdad es que todo se perfila como una tarea difícil, pero en el fondo resultará más fácil de lo previsto, y estando todo como está, lo lógico es que busquemos una salida satisfactoria que convenga y devenga en beneficio para la mayoría. Todo está claro. Históricamente está determinado, como determinado está la historia a darnos la razón, que sólo el poder de la voluntad, de la intransigencia, de la perseverancia, y esto lo digo sin reverencia, es lo que determina, en última instancia, esa salida que buscamos y que, hasta cierto límite, invade nuestro sentimiento, nuestro sentir y pensar, nuestro odio, nuestro amor, nuestra venganza sin apasionamiento y nuestra bajas, en fin que nos aprisiona y nos inquieta, provoca latidos fuertes, y el tum-tum del corazón que nos levanta el ánimo para volver, integrarnos, no caer ante el vértigo de la estocada, el puño en plena cara, o la recaída en un letargo después del manotazo duro que intenta destrozar todas nuestras teorías, compañeros, sobre el devenir histórico, precedido de un quehacer pragmático, cuya instancia se relaciona inconfundiblemente con interpretaciones, con las explicaciones instaladas, asimiladas en nuestro lóbulo teórico ya materializado, aún en el pensamiento, provocando vuelos y transición, transición después de la praxis social inevitable, porque toda ternura llega después del espanto, del susto inconfundible, de la palabra constelada en el futuro, camaradas, y toda impresión debemos buscarla en su lado más débil, cada flacura y cada flanco, en la ebullición del renacer, en la tarde que le sigue a cada mañana o en la mañana que le sigue a la noche y le precede a la tarde, porque de lo contrario caeríamos en una transición confusa, en una práctica sin teoría, justa y previa, en una verdad a media que, destruida paulatinamente, irregular, nos puede ir dando ramalazos irremediables, desdoblando toda acidez mental, resquebrajando irremediablemente la cabeza, esa cerviz intelectual, quiero decir, ante toda asechanza demoledora, ante…” y ahí mismo paras de pensar, se te hace tarde. La verdad es que todo se perfila como una tarea difícil como habías pensando, pero en el fondo todo es posible, te reiteras. Crees que la correlación de fuerzas y las coyunturas electorales que se avecinan no son muy apropiadas, en esta década de los 70´s, tan convulsa y estrepitosa. Tomas el café, endulzado una vez más con tus escuálidas manos que tantos manifiestos, proclamas, ucases y consignas políticas han escritos. Bajas por los escalones traseros, sales, con sigilo y parsimonia a la calle, relojeas, inclinas y ladeas la cabeza buscando caras conocidas; transitas sin miedo o al menos sin mostrar timidez que descubran debajo de tu manto a un perseguido por el régimen de turno; cruzas sin aspavientos, calles y aceras; en cada instante, cuando le vas a pasar por el lado a las personas, te alejas un poco, sientes una sensación que te grifa los vellos públicos, piensas que es por la cercanía del lugar de reunión, sientes pasos detrás de ti, aceleras los tuyos, no sabes por qué, no miras, no das vueltas hacia atrás, pero los sientes cercas, piensas en la primera secuencia del filme “La Chica Terremoto” en donde su director, Peter Vodanovick, pone a uno de los personajes detrás de otro en franca persecución, cruzando calles y avenidas y el primero se mantiene mirando hacia atrás constantemente sospechando que lo persiguen, “pero yo no lo haré”, piensas, “no miraré hacia atrás para que no sospechen de mí”, error imperdonable de tu parte, falta de táctica de la técnica de evasión, pero aún así no te controlas, te intimidas, esquivas la mirada, sientes deseo de evadir, tienes que hacerlo, sí, tienes que evadirlo, a última hora intentas escapar, triste final el tuyo, infeliz, es tarde ya, ahora sólo caes, y qué manera tan estúpida de caer, de qué modo, tan desaliñado y superficial, como todo un actor aprendiz sobreactuando, y pensar que por culpa de esa maldita ráfaga de tiros que se incrustaron en tu cuerpo ya no te enterarás de los resultados de la reunión.
-Verano, 1987-.
Erase una vez............Cuentos ……………....Federico Sánchez
Al final de la escapada
Caes y qué forma de caer tan desgraciada, tan desgarbada, desgarbante, inmisericordioso. Apenas pudiste pensar en tantos ajetreos matinales, en tu maquillaje perfecto, disfrazado; para qué, para que en menos de media hora caigas así tan de repente, desaliñado, irreconocible; para qué tantos años de sueños, de lucha, de escapadas en las madrugadas frías y apagadas, tantas reuniones planificando el futuro, tanto cambio de ropaje, de introducirte por las ventanas a cualquier hora para que no te vieran los vigilantes del frente o los de las esquinas, esos receptáculos de borrachos y vendedores ambulantes falsos o camuflajeados; tanto afeitarte la candorosa barba acariciada desde hace un mes que comenzó a crecer para transformarte en otro, barba montaraz pero armoniosa, para que unos minutos después te ladearas en precipitación hacia un abismo insalvable, hacia un lecho pedregoso, de rocamares punitivas como esas sanguijuelas humanas con bayonetas en manos. En esos últimos minutos alcanzaste a pensar en tu sobrenombre “M-L”, que identifica a una de las tantas ideologías de este mundo, con pretensiones universalistas, adherida a una verdad consumable. Pocos minutos atrás apenas eras muralla inescarpada, aún antes de salir a la calle, cuando logras abrir los ojos, te quitas la frazada que te cubre del frío seco, elevas tu cuerpo, observas el reloj, 7:30 a.m., de un martes cualquiera de 1974, comprendes que dentro de media hora debes alistarte, tomas el cepillo de dientes, luego la brocha y la navaja de afeitar para redecorar tu barba y crear el cerquillo perfecto, arqueas las cejas buscando una imagen tuya irreconocible, una figura contra-detectora, de esas que usan los servicios de inteligencia que ya tú conoces. Prendes la estufa y un fuego apacible se entremezcla con tu sentido de la realidad, aromatizado luego por un sorbito de café nativo; te bañas, y la helada agua conduce tu imaginación hacia aquella tormentosa noche a un hilo de ahogarte, en esa celda solitaria sin salida, tan sólo con ese orificio en la parte alta por donde fluía un aguacero también helado que poco a poco fue llenando esa tinaja-cárcel de hierro y cemento, donde te encontrabas hasta rebosarte (casi) y tú que levantas la cabeza, todo el cuerpo, pero inútil, el borde superior te aplasta, pero el cierre del grifo detiene el correr del agua, como ahora que desesperado, impulsado por una fuerza inconsciente tuviste que detener esa lluvia que te caía desde la tubería del baño, y que te ahogaba; te secas y sales disparado hacia el dormitorio a cambiarte de ropa, tu compañera del lecho conyugal respira profundamente sobre la cama, la observas, y piensas en una Monalisa sin sonrisa, con la boca abierta pero sin ese espectro risual desdibujado en sus labios, comprendes que la ama, pero quizás fue la ascensión que tuviste anoche en el acto de amor, luego de más de un mes escondido en un lugar irreconocible y apartado de la ciudad, cuyo escondrijo abandonaste porque era crucial una reunión para trazar los nuevos planes estratégicos de expansión y difusión propagandística y de otras índoles que hicieran renacer, regenerar las actividades de la Organización. Piensas en lo que será tu primer discurso al salir de la clandestinidad, en lo que sería la nueva metodología del Partido, y en esa frase extraordinaria que has ensayado mentalmente “Debemos llevar los principios partidarios hasta su máxima consecuencia…”, y sigues pensando en lo que sería tu intervención en el encuentro, tu discurso central “…la verdad es que todo se perfila como una tarea difícil, pero en el fondo resultará más fácil de lo previsto, y estando todo como está, lo lógico es que busquemos una salida satisfactoria que convenga y devenga en beneficio para la mayoría. Todo está claro. Históricamente está determinado, como determinado está la historia a darnos la razón, que sólo el poder de la voluntad, de la intransigencia, de la perseverancia, y esto lo digo sin reverencia, es lo que determina, en última instancia, esa salida que buscamos y que, hasta cierto límite, invade nuestro sentimiento, nuestro sentir y pensar, nuestro odio, nuestro amor, nuestra venganza sin apasionamiento y nuestra bajas, en fin que nos aprisiona y nos inquieta, provoca latidos fuertes, y el tum-tum del corazón que nos levanta el ánimo para volver, integrarnos, no caer ante el vértigo de la estocada, el puño en plena cara, o la recaída en un letargo después del manotazo duro que intenta destrozar todas nuestras teorías, compañeros, sobre el devenir histórico, precedido de un quehacer pragmático, cuya instancia se relaciona inconfundiblemente con interpretaciones, con las explicaciones instaladas, asimiladas en nuestro lóbulo teórico ya materializado, aún en el pensamiento, provocando vuelos y transición, transición después de la praxis social inevitable, porque toda ternura llega después del espanto, del susto inconfundible, de la palabra constelada en el futuro, camaradas, y toda impresión debemos buscarla en su lado más débil, cada flacura y cada flanco, en la ebullición del renacer, en la tarde que le sigue a cada mañana o en la mañana que le sigue a la noche y le precede a la tarde, porque de lo contrario caeríamos en una transición confusa, en una práctica sin teoría, justa y previa, en una verdad a media que, destruida paulatinamente, irregular, nos puede ir dando ramalazos irremediables, desdoblando toda acidez mental, resquebrajando irremediablemente la cabeza, esa cerviz intelectual, quiero decir, ante toda asechanza demoledora, ante…” y ahí mismo paras de pensar, se te hace tarde. La verdad es que todo se perfila como una tarea difícil como habías pensando, pero en el fondo todo es posible, te reiteras. Crees que la correlación de fuerzas y las coyunturas electorales que se avecinan no son muy apropiadas, en esta década de los 70´s, tan convulsa y estrepitosa. Tomas el café, endulzado una vez más con tus escuálidas manos que tantos manifiestos, proclamas, ucases y consignas políticas han escritos. Bajas por los escalones traseros, sales, con sigilo y parsimonia a la calle, relojeas, inclinas y ladeas la cabeza buscando caras conocidas; transitas sin miedo o al menos sin mostrar timidez que descubran debajo de tu manto a un perseguido por el régimen de turno; cruzas sin aspavientos, calles y aceras; en cada instante, cuando le vas a pasar por el lado a las personas, te alejas un poco, sientes una sensación que te grifa los vellos públicos, piensas que es por la cercanía del lugar de reunión, sientes pasos detrás de ti, aceleras los tuyos, no sabes por qué, no miras, no das vueltas hacia atrás, pero los sientes cercas, piensas en la primera secuencia del filme “La Chica Terremoto” en donde su director, Peter Vodanovick, pone a uno de los personajes detrás de otro en franca persecución, cruzando calles y avenidas y el primero se mantiene mirando hacia atrás constantemente sospechando que lo persiguen, “pero yo no lo haré”, piensas, “no miraré hacia atrás para que no sospechen de mí”, error imperdonable de tu parte, falta de táctica de la técnica de evasión, pero aún así no te controlas, te intimidas, esquivas la mirada, sientes deseo de evadir, tienes que hacerlo, sí, tienes que evadirlo, a última hora intentas escapar, triste final el tuyo, infeliz, es tarde ya, ahora sólo caes, y qué manera tan estúpida de caer, de qué modo, tan desaliñado y superficial, como todo un actor aprendiz sobreactuando, y pensar que por culpa de esa maldita ráfaga de tiros que se incrustaron en tu cuerpo ya no te enterarás de los resultados de la reunión.
-Verano, 1987-.
Erase una vez............Cuentos ……………....Federico Sánchez
-3-
El antidelator
Atravesamos un pasillo largo, interminable, a cuyos lados, puertas y ventanas parecían que corrían a nuestros pasos; pienso en Dante y su trayectoria hacia el infierno, y digo infierno en semejanza a ese lugar que seguramente nos conducen, porque apenas hemos entrado en este palacete y ya las pírricas miradas más que displicentes, interrogadoras, nos persiguen mostrando esas sonrisas, una picardía gozosa. Me atraganto, camino más lento, pero mi garganta se irrita, su sequedad tiene su antecedente, más de media hora corriendo, vociferando, enarbolando consignas políticas; intento carraspear como una forma de ensayar la pérdida de la timidez, pero me sale una tos seca que no causa admiración de mis acompañantes, sino el fruncimiento de cejas y un manoplaso por la espalda a ritmo descortés que monotoniza esa melodía quebrada del resoplido de la nariz. Segundo después nos detenemos, y uno de nuestros vigías levanta su rauda mano ruda y toca tres veces el portón que al abrirse un murmullo en contrapunteo se entremezcla con esa mirada viscosa que nos grifa el alma. Ahora entramos y nos colocamos, sentados en forma ovalada, en dos largos banquillos que improvisaban esas figuras geométricas; debo mantener la serenidad, me calmo, respiro con delicadeza, dar ejemplo de seguridad para que mis compañeros no se sumerjan en un estado de capa caída; debo soportar las miradas rectas, aguantar el estallido rencoroso de la palmada en la espalda, esa manopla ideológica, mezcla de escarmiento y de asechanza constante que busca la baja, el retiro, la falta de fe en el futuro, el abandono total de los ideales.
Otra vez la puerta, el murmullo quisquilloso, intrigante; sonidos tras la vuelta del pasillo y esa imagen que se acerca con pasos jadeantes, capaz de que se le salude rectamente y con la mano en la ojera; armónico, con la sonrisa a flor de labios, seguro de sí mismo. Inician el interrogatorio y me imagino su táctica; otros jóvenes acusados, de miradas suaves, se mueven, me topan, interrumpen mi estrategia para adivinar esa táctica: unión y lucha de contrarios inmersos en una timidez y una rencorosa seguridad, armonía desarmónica. Una pregunta. Silencio. Es como el primer día de clase, que nadie responde en tanto la profesora de infantes, encantada, ahí, disparando preguntas al no saber por dónde empezar el tema del día. Pero éste sí sabe por dónde va, un latigazo fuerte de voz lanza, colérico, y su irascidad se entreceja en mis ojos; me distraigo, busco una esquina donde posar mi mirada, entreabro los labios, cree que voy a darle una respuesta, saco la lengua y humedezco la parte superior de mi boca, posadera de mi incruento bigote; la ira estalla nuevamente, tiemblo, vacilo, pienso en el resultado, en la debilidad de mis compañeros si respondo a sus exigencias; si el objetivo de esa emisión volcánica, que son sus sonidos vocálicos, es amilanarnos estamos perdido, una sola palabra y directo a la tortura, la espada y la pared, abjuración o intransigencia, “Bueno usted sabe, lo hacemos por la causa”, confesaría, pero no debo. Sólo lo pienso. Contesto a mi manera, en defensa mía, de la causa: “No sé cuál es la clave, apenas recuerdo algunos nombres, motes quizás, sólo recibo informaciones de alguien que a la vez recibe de otro y así, la cadena es interminable; soy reciente en la Organización, siempre me imaginé, desde mi uso de razón, pertenecer a una organización con ideales sociales convincentes; apenas soy un miembro de los de abajo, usted sabe, de la dirección media, lo que pasa arriba no lo sé, ni sé cómo se mueven; a lo mejor ustedes saben más que yo con su red de espionaje y de seguridad; no puedo decirle eso, pues no lo sé, sé que existe, pero ni me lo imagino, apenas tengo noción de cómo funciona, yo tan sólo canto, hago algunos shows de entretenimiento y esparcimiento, de tomas de conciencia a través de las canciones y la música, pero no tengo otras funciones.... Sí, comprendo que es su trabajo investigar, indagar, pero han escogido un mal candidato para eso, no sé gran cosa, apenas me reúno con un organismo inferior para tratar asuntos organizativos, de ganar nuevos adeptos; yo funciono principalmente mediante el colectivo cultural, mi mejor manera de atraer, de convencer sobre la justeza de nuestra lucha, del por qué de nuestra existencia; pregúnteme sobre eso, de ahí para arriba no sé más nada, no he recibido informaciones de cómo funciona todo eso que usted me dice; cómo puedo saberlo si sólo tengo poco tiempo con ellos, si sólo soy uno más de los de la base, si apenas recibo el mínimo detalle de los planes organizativos y algún que otro informe no menos importantes; no tengo noción de cómo funciona”. Creo que lo convenzo, espero convencerlos, antes que sigan porque no sé si podré soportar esas miradas trémulas que me miran sin piedad y más con ese fuete que tiene en la mano; necesito salir de aquí, ya pronto se celebrará los “Siete Días con el Pueblo” y debo participar con los muchachos, ofrecer el pequeño recital que hemos preparado, principalmente esa nueva versión que hemos hecho de la canción de Mercedes Sosa “Me gustan los estudiantes”. “No, no sé, cómo se produjo ese hecho, apenas tengo informes de prensa, si sé de algunos heridos y varios muertos; me he enterado por la prensa.” Sí, soportaré esta descarga eléctrica nueva vez, quiero tragarme esa verdad que casi me sacan, me tragaría esta verdad, de seguro que me la tragaría, si mis párpados no asumieran esta decadencia que se ha apoderado de esta década del 70, y mis labios, incapaces de cerrarse voluntariamente, no se agrietaran. “Ah, sí, sí, conozco algunos nombre, pero tan sólo de los que siempre me rodean, en las reuniones, en las presentaciones de nuestro arte popular, que es público, y todos los conocen, Luisa, José, creo que Miguel, pero sólo eso, no nos conocemos los apellidos, el mismo mío sólo lo conocen dos o tres, incluso algunos me llaman Fedor, otros Inocencio, y así por el estilo; es cuestión de seguridad, ustedes comprenden…” ¡Ay, y si esta invalidez de mi cintura y de mis rodillas no se doblegaran, porque son las que me contienen, que soportan esta conciencia que aún no se inmuta, y que tranquila como está aún no vomita esa flema pudibunda de la delación. Que así sea.
-Otoño, 1984-.
Erase una vez.............Cuentos…………......Federico Sánchez
-4-
“Vivirás siempre......”
A Orlando Martínez,
in memoriam
Enarbolando la cuartilla frente a la máquina de escribir, dudas. Un escalofrío que entumece recorre todo tu cuerpo. Una idea se eriza. Tiemblas al introducir la hoja rectangular en el rolo de la maquinilla. No alcanzas a imaginar cómo comenzar la primera palabra, la inminente frase, la línea que da forma al encabezado, sin que sea un lead apresurado. Tu corazón, temblante, se acelera, in crescendo. Un airecillo fresco, húmedo, cortante se estaciona en tu piel. La enfría. Se estimula. Te resfrías. Tratas de iniciar tu informe periodístico, pero vacilas; tu pensamiento, los hechos, los datos recogidos se contradicen. Sí, todo es confusión; nebulosa traición la de tu mente que trata de organizar todos los acontecimientos, en tanto los recuerdos de la infancia, de la adolescencia vienen a ti como una avalancha de vientos alisios o espumas de alta mar; recuerdo de lo que pasaste junto a él, el asesinado, el acribillado, el que en vida fue ejemplo del martirologio y el sacrificio en lucha por el bien de su pueblo, ese que yace inerme en esa fotografía tomada hace horas y que miras de soslayo, esa fotografía delatora, periodística, que saldrá mañana en el matutino. Intentas organizar los hechos, nueva vez, a través de todos los informes que has recogido. El parte policial contradice las querellas vertidas por la viuda y no sabes a qué atenerte. Vacilas antes de imprimir la primera letra en el papel; sabes que tienes poco tiempo para redactar sobre los acontecimientos, ocurridos ayer en el enfrentamiento entre rebeldes y milicianos y también hoy durante el entierro mientras trasladaban los inermes cuerpos al cementerio, además sobre sus causas y consecuencias; y esa forma, imprevista, de la muerte de Aneuris efectuada la noche anterior junto a sus compañeros; luego lo ocurrido en el velatorio en la Funeraria Blandino y en la marcha fúnebre en su recorrido a pies hasta el cementerio principal de la ciudad de Santo Domingo, ubicado en la avenida Máximo Gómez. Tienes que agilizar tu informe, el periódico está a punto de cerrar la edición que saldrá mañana. Pero hacer una introducción en este reportaje sobre la muerte verídica de quien en vida conociste muy estrechamente desde pequeño, te resultas difícil, por las contradicciones de hechos que has recogido en entrevistas, tanto a la viuda como a los amigos, compañeros de partido y otros allegados, comparados con los datos de la Policía Nacional y Las Fuerzas Armadas, ofrecidos por su vocero o Relacionista Público. Dudas si escribir a como dé lugar el reporte de encargo que te pidió el Jefe de Redacción o marcharte a tu casa a escribir un ensayo o una novela, como lo intentan hacerlo de ti ahora; quizás te decidas a escribir una
autobiografía de ti y sobre ese muerto, que tanto dolor de cabeza causó, y seguirá causando, pues él vivirá en muchos corazones, aún el tiempo borre sus memorias, tal como rezaban algunas pancartas exhibidas durante el entierro hoy en la mañana “Aneuris: vivirás siempre en nuestra memoria”, “Vivirás siempre en el corazón de la Patria”. Piensas que la inmortalidad puede esfumarse si no se deja registros, restos en qué apoyar lo que fue la conducta de un individuo. La literatura, intentas repensar, puede ser un medio loable e indeleble. Absorto como estás, te vuelven, te convocan a la realidad presente, inmediata, con unos manotazos alegres y a la vez de ternuras que en las espaldas te da un colega, creyéndose no haberte visto en todo el día, te ofrece sus condolencias, sabiendo que tú fuiste amigo de uno de los occisos. Un brillo tenue, sin fuerzas, se levanta de las partes niqueladas de la maquinilla, corroída por la fuerza implacable del tiempo y el aire húmedo, y tus ojos intentan desviar la reflexión, esquivan, más bien, el disfuerzo provocado por la desidia o la apatía que te envuelven conjuntamente con la vacilación de comenzar a escribir la primera línea, aunque hoy se trata de la duda, la confusión que tienes sobre los acontecimientos. El silencio espectral existente en la sala de redacción te desquicia. Casi la mayoría de tus colegas se han marchado, pero el Jefe de Redacción espera, despreocupado, menesteroso frente a las páginas diagramadas que debe firmar con un “Okey” antes de enviarlas a fotomecánica; espera por ti, por tu reporte, tu incisivo reportaje. Un dejo de tristeza te embarga el rostro, no puedes imaginarte a tu amigo de infancia tirado en el suelo, boquiabierto, empantanado de tierra y sangre, confundiéndose con un cieno negruzco, ácido, agraz; no puedes olvidar esas fotografías que te muestran junto con el informe policial sobre la muerte de Aneuris y sus compañeros, éstos muy distantes y en diferentes sitios de aquél. En esas fotos se ve un cuadro patético: como por impulso de un instinto místico, dos cuerpos yacen cuasicruzados formando una cruz cristiana; los brazos y las piernas de ambos se extienden formando más cruces a su vez con su propio cuerpo en forma individual. En la misma foto, se ve al fondo un matorral al descubierto limitado por una multiconstrucción que no tardaría mucho tiempo en alojar a más de 20 familias que ya han dado su inicial de compra. Otra foto: un zapato está junto a un tercer cadáver situado a más de tres metros de los que forman la cruz, con un rostro languidecido, aparentemente por el desvelo de la noche anterior; en primer plano, un soldado cinteado de cartuchos y bombas de rápida explosión, exiguo detalle, símbolo minúsculo del poder persuasivo de la milicia, mira con ojos sobresaltados, pensando, sin quizás, en su próximo ascenso por haber defendido la seguridad de la patria con alta dignidad. En otra fotografía un ramo de yerba de limoncillo araña la mejilla del cuarto muerto, caído en forma de ángulo, seguramente encogiéndose del último frío que recibió en su delirio; cerca de sus pies una metralleta Cristóbal; algunos niños curiosos se observan en un instante de su movimiento acartonado, con un rictus de espanto en sus ojos; a unos pasos dos soldados conversan, posiblemente del rol jugado en la hazaña, un gran golpe político-militar, sin dudas, contra “los terroristas”. Ahora dejas caer las fotos sobre el escritorio, cierras los ojos; imágenes en penumbras escenifican recuerdos tardíos de la adolescencia cuando tú y Aneuris correteaban por los matorrales de los solares baldíos en la parte alta de la ciudad cuando aún la extensión poblacional, en los años 50, no se había acelerado como ahora, producto de la inmigración humana del campo a la ciudad capital. Ahora también comienzas a memorizar aquel día, mientras maroteaban frutas en “Mata Hambre”, mangos, cajuiles, y naranjas. Habían salido como a las dos de la tarde, desde el barrio. El día anterior planificaron salir a marotear. Salieron con entusiasmos, tú, él, otros nombres que ahora no es importante recordar. Tardaron media hora ó 40 minutos en llegar a los terrenos que tenían más árboles frutales, con muchos cajuiles y manzanas de oro, sin dejar de lado los mangos, entre otras frutas, como guineos y caimitos. Quién diría que una gran avenida, unos doce o quince años después, atravesaría, con sus asfaltos, su concreto y sus ruidos atronadores, esa vereda tropical repleta de frutas, arbustos y flores. Iban todo el camino recogiendo piedras redondeadas, principalmente cayaos y guardándolas en bolsas de hilos para apedrear las frutas jugosas más altas, que se encontraban en el cogoyito. Después de acumular suficientes frutas, y en pleno disfrute de una gula jugosa, fueron sorprendidos por el celador de la finca. Un tremendo perro se alcanzó a ver no muy lejos, atravesando el camino, que salió de la nada, alojado entre los matorrales más bajitos que rodeaba la arboleda que se centraba cerca de una vivienda abandonada al extremo del solar, y tan pronto vieron al canino huyeron despavoridos hacia la pared más cercana, brincando casi todo lo que significara estorbo, y que implicara obstrucción para la correría, para simplificar el trayecto y alcanzar la salida con facilidad. Los ladridos se hacían más intensos, más claros, más sonoros, y los pasos de ustedes eran más rápidos cada vez. Ya saltaban un tronco atravesado, ya ladeaban un camino con ramas caídas o muy estrecho para meterse en otro ancho; corrían como locos, el objetivo se acercaba, la pared se veía más grande según avanzaban, el perro detrás, sus ladridos más agresivos, y el celador “Párense ahí, cojollo, pa’ que sepan lo que e’ coger fruta ajena”, y el pobre Lalán, de piernas cortas, gritando a todo pulmón, “espérenme desgraciaos”, tratando de brincar un tronco enorme, para él, y que estaba ya próximo a la pared, la cual los demás la habían brincado con suma facilidad, y Lalán, tratando de subir su pierna corta en el muro, y ya a punto de que el perro se lo lamiera con sus colmillos, una mano amiga le agarra el brazo y prácticamente lo levanta, bordeando la pared, salvándose de milagros, y fuiste tú quién tendió esa mano precisa, y entonces los latidos del corazón se vuelven tambora “tam, tam, tam, tam, tam”, respirando al compás de sus emociones, del susto tremendo que se llevaron y que continúan porque no paran de correr hasta verse bien lejos de la pared, y un gran árbol, naturaleza inmaculada del entorno, le sirve de cobija, se recuestan en sus enormes raíces, jadeantes todos, transpirando soplidos enormes cada vez que abren la boca, para contar la osadía, el corre corre, los saltos increíbles, las velocidades alcanzadas, batiendo record Guinness de campo y pista con tiempo record mundial, y según van calmándose, la respiración normalizándose, recobran un resquicio de quietud, y entonces viene la satisfacción de la aventura, el placer de la osadía, y surgen las risas, los chistes, las burlas para unos y para otros, cómo corría éste, y cómo brincaba aquél, y se burlan de la lentitud de uno, y de lo feo que corre otro “cuando está asustao”, hasta que todos se envuelven en risas interminables, se abrazan, se marchan, otro día más de aventura de adolescentes imberbes que pasará a la memoria del barrio o de algunos de ustedes para ser contada algún día; entre tanto, alguien recogía frutas que quedaban en los alrededores, para saciar el hambre en el trayecto; mientras caminaban hacia el barrio, Villa María, la radio en un colmado cualquiera, a lo largo del camino, sonaba “Recogiendo limosna no lo tumban, qué va gallo qué va, no lo tumban”, merengue que se hizo famoso en los últimos años de la Tiranía, al final de los 50s; al llegar al barrio en la noche, que prontamente apareció con su carga de soledad y su silente nocturno, apagaste la nostalgia, esa nostalgia que ahora te embarga. Vuelves al presente. Abres los ojos, te dices mentalmente que doce o trece años atrás, cuando surgió esa excursión aventurera del maroteo, la adolescencia era un simple juego recreativo, hasta que llega la juventud, ya un poco más responsable y sometido al rito compromisario y obligatorio que impone la vida en sociedad, y lo cambia todo. Ahora que te encuentras inmerso en esa responsabilidad, comenzando la convulsa década del 1970, crees que “Todo pasado fue mejor”, como diría el poeta español, Jorge Manrique. Piensas en la sonrisa de goce sádico que se dibujó en los gruesos labios del informante al terminar de leer los datos oficiales sobre los acontecimientos y principalmente cuando éste levantó los brazos e inclinó la cabeza, recostándola en el espaldar del sillón, al momento de mostrar las fotografías. Intentas remover escorias polvorientas que sobre las teclas de la máquina se aposentan. Tus dedos, entumecidos por ese largo tiempo de absorto pensamiento y cuajados por el frío del aire acondicionado, húmedo (aire que llega del mar después que atraviesa la calle El Conde, vía que más tarde se convertiría en una arteria comercial secundaria, después que fuera en la década pasada, principalmente entre 1966 y 69, la más frecuentada), se adhieren a las letras; levantas las manos, tus brazos se sienten apiñados, no porque tu cuerpo no responda a tus designios de redactor, sino por una indescriptible inamovilidad que no te permite desplazar tus escuálidos dedos. De soslayo, observas esa fotografía horrible impactándote, donde aparece Aneuris yerto en el suelo, mostrando un cuerpo encogiéndose de dolor, pero con la actitud de mantener una pose de soldado revolucionario, a sabiendas que se encuentra frente a un pelotón de fusilamiento, y en su delirio intentó presentar su última voluntad: “Vencer o morir”. Retiras esa foto; humedecida tu frente, pese al viento frío de enero, te incorporas desapaciblemente y alcanzas un pañuelo que habías dejado en el extremo posterior del escritorio. Ladeas el cuerpo hacia la izquierda buscando algún resquicio de soledad, elevas la mirada hacia la lámpara fluorescente que está sobre tu cabeza. Frunces las cejas y poco a poco cierras los ojos abriéndolos de inmediato. Te friccionas y la tela se enjuaga humectantemente, y piensas en la ocre humedad de tu amigo, de hoy lánguida mirada; es un presagio de la sudoración que tendrás cada vez que pienses en él, máxime si decides escribir sobre su vida como una historia novelada. El sopor es molestoso, debes de agilizar los dedos; gesticulas, miras a tu alrededor consiguiendo apenas distinguir los escritorios contiguos, esparcidos por la sala de redacción; las obsolescentes maquinillas destapadas; el cristal claro-oscuro que separa los cubículos; la penumbra estimulada por la falta de una iridiscente lámpara que ayude a esclarecer los pasillos que dan acceso al cuarto de la rotativa, impresora un tanto obsoleta; el rayo de luz lunar que se introduce por una disimulada claraboya, cuyo pórtico abre y cierra desde afuera hacia adentro; entre otros detalles. Pasas por segunda vez la mano sobre tu cabeza y desde el frontal de tu rostro la desliza, rozando, como podando, suavemente tu cabellera montaraz hasta llevarla hacia atrás, retrotrayándola por encima de los hombros. Tus ojos negro-canelas se nublan, se invierten en un pestañar incesante de tus pupilas, como acostumbrándose a la oscuridad cuando se despierta en la madrugada. Intentas incorporarte para darte ánimo. Esfumas la desidia y recibes a lontananzas una voz que te llega parsimoniosamente recriminándote sobre la tardanza de tu reporte, y precipitadamente te sientas. La nebulosa gris, pesada, con lentitud pero segura, inserida en tu circunvolución cerebral, se va despejando. Sumergido en tu incruento pensar sientes pasos que se incrementan a cada segundo, luego una mano se asienta en tu hombro izquierdo requiriéndote una explicación. Es el Jefe de Redacción. Te enmudeces. Pides cuenta del tiempo; sólo diez minutos hace que te sentaste, sí, pero aún no se ve una línea de nada. Solo, de nuevo, sientes ahora pasos descreciendo; es que alguien se aleja. Un sonido sibilante apagándose, el rastrilleo de un escritorio que te hace crujir los dientes, quizás por el parecido estruendoso que provoca un arma homicida como la presentada en la fotografía, una Cristóbal, quizás, no la distingues bien. Intentas sustraerte de la realidad; no puedes, agilizas tus músculos, revitalizan tu energía; emerge lucidez, iniciativa, siempre lo has hecho al iniciar un informe periodístico. Te inmutas, recoges los pies con aprehensión disimulada y los colocas debajo del asiento, luego los alargas. Sientes que el tiempo se detiene, te sobras esperanza, pues, para la larga jornada que te espera, para llenar el espacio del periódico que te han reservado. Es imprescindible que lo cubras, que lo dotes de un relato verídico, no fantasioso ni vilipendiado; que sea objetivo, claro, preciso, acorde con tu condición de reportero serio y perspicaz, inmerso en la verdad, no contradictoria con lo que piensas, sobre causa y consecuencia, sobre timidez o valentía o sobre los intereses creados en las partes envueltas, sin pensar en la reacción por abstención o adhesión de causas que puedan tener los lectores, reaccionarios o revolucionarios, continuistas o reformistas, retrógrados o comunistas, socialdemócratas, socialcristianos o neoliberales; aunque te contradigan, mediante otras informaciones periodísticas en otros informativos, tu opinión sobre la represión indebida, provocada, cobarde, que se produjo en el momento del entierro de Aneuris y las demás víctimas, o la posible falsedad de los datos ofrecidos oficialmente sobre el enfrentamiento y los posteriores asesinatos, versión contradictoria con otros datos que has recogido y que parecen obnubilados por aquéllos, por ser los primeros ofrecidos a la luz pública por las autoridades competentes, que detallan de un encuentro a tiros entre terroristas y miliciales en una construcción a poca distancia del extremo oriental de la ciudad, donde murieron cuatro de los perseguidos, y un quinto y líder del grupo que había logrado escapar, fue alcanzado, ya internado en el centro de la ciudad, negándose todos a rendirse, respondiendo con disparos, ocupándoseles luego armas de guerras cortas y largas. El mentís de ese informe tiene que justificarlo. Ladeas tu cabeza, la inclinas hacia abajo, en dirección hacia las teclas, porque ya iniciarás la primera palabra del recuento, arrojando luz, despiadada, indolente, inconsecuente con el oficialismo, aunque también obliterado de dudas, por las contradicciones que suscitará. Tu dedo meñique presiona forzosamente la tecla cuadricular extrema superior de la línea central del alfabeto, pero se queda inerme, acuclillado, cuya curvatura irregular del dedo revela que las ideas aún se mantienen fugitivas del pensamiento. Goznes imprevistos surgidos de las aldabas que sostienen un postigo en el fondo de la sala que da paso al cuarto de máquina de la impresora, te espantan sutil e instintivamente y presionado por el empuje de las manos, cada vez más pesadas, mano suspendida sobre las teclas, impulsas el dedo hacia abajo, acuñando, Orlando, la primera letra que da comienzo a tu largo relato, a tu novelar histórico, a tu reportaje confuso, contradictorio, inconvincente, repleto de dudas. De temor.
Febrero, 1987-.
Erase una vez…….......Cuentos ..............Federico Sánchez
El antidelator
Atravesamos un pasillo largo, interminable, a cuyos lados, puertas y ventanas parecían que corrían a nuestros pasos; pienso en Dante y su trayectoria hacia el infierno, y digo infierno en semejanza a ese lugar que seguramente nos conducen, porque apenas hemos entrado en este palacete y ya las pírricas miradas más que displicentes, interrogadoras, nos persiguen mostrando esas sonrisas, una picardía gozosa. Me atraganto, camino más lento, pero mi garganta se irrita, su sequedad tiene su antecedente, más de media hora corriendo, vociferando, enarbolando consignas políticas; intento carraspear como una forma de ensayar la pérdida de la timidez, pero me sale una tos seca que no causa admiración de mis acompañantes, sino el fruncimiento de cejas y un manoplaso por la espalda a ritmo descortés que monotoniza esa melodía quebrada del resoplido de la nariz. Segundo después nos detenemos, y uno de nuestros vigías levanta su rauda mano ruda y toca tres veces el portón que al abrirse un murmullo en contrapunteo se entremezcla con esa mirada viscosa que nos grifa el alma. Ahora entramos y nos colocamos, sentados en forma ovalada, en dos largos banquillos que improvisaban esas figuras geométricas; debo mantener la serenidad, me calmo, respiro con delicadeza, dar ejemplo de seguridad para que mis compañeros no se sumerjan en un estado de capa caída; debo soportar las miradas rectas, aguantar el estallido rencoroso de la palmada en la espalda, esa manopla ideológica, mezcla de escarmiento y de asechanza constante que busca la baja, el retiro, la falta de fe en el futuro, el abandono total de los ideales.
Otra vez la puerta, el murmullo quisquilloso, intrigante; sonidos tras la vuelta del pasillo y esa imagen que se acerca con pasos jadeantes, capaz de que se le salude rectamente y con la mano en la ojera; armónico, con la sonrisa a flor de labios, seguro de sí mismo. Inician el interrogatorio y me imagino su táctica; otros jóvenes acusados, de miradas suaves, se mueven, me topan, interrumpen mi estrategia para adivinar esa táctica: unión y lucha de contrarios inmersos en una timidez y una rencorosa seguridad, armonía desarmónica. Una pregunta. Silencio. Es como el primer día de clase, que nadie responde en tanto la profesora de infantes, encantada, ahí, disparando preguntas al no saber por dónde empezar el tema del día. Pero éste sí sabe por dónde va, un latigazo fuerte de voz lanza, colérico, y su irascidad se entreceja en mis ojos; me distraigo, busco una esquina donde posar mi mirada, entreabro los labios, cree que voy a darle una respuesta, saco la lengua y humedezco la parte superior de mi boca, posadera de mi incruento bigote; la ira estalla nuevamente, tiemblo, vacilo, pienso en el resultado, en la debilidad de mis compañeros si respondo a sus exigencias; si el objetivo de esa emisión volcánica, que son sus sonidos vocálicos, es amilanarnos estamos perdido, una sola palabra y directo a la tortura, la espada y la pared, abjuración o intransigencia, “Bueno usted sabe, lo hacemos por la causa”, confesaría, pero no debo. Sólo lo pienso. Contesto a mi manera, en defensa mía, de la causa: “No sé cuál es la clave, apenas recuerdo algunos nombres, motes quizás, sólo recibo informaciones de alguien que a la vez recibe de otro y así, la cadena es interminable; soy reciente en la Organización, siempre me imaginé, desde mi uso de razón, pertenecer a una organización con ideales sociales convincentes; apenas soy un miembro de los de abajo, usted sabe, de la dirección media, lo que pasa arriba no lo sé, ni sé cómo se mueven; a lo mejor ustedes saben más que yo con su red de espionaje y de seguridad; no puedo decirle eso, pues no lo sé, sé que existe, pero ni me lo imagino, apenas tengo noción de cómo funciona, yo tan sólo canto, hago algunos shows de entretenimiento y esparcimiento, de tomas de conciencia a través de las canciones y la música, pero no tengo otras funciones.... Sí, comprendo que es su trabajo investigar, indagar, pero han escogido un mal candidato para eso, no sé gran cosa, apenas me reúno con un organismo inferior para tratar asuntos organizativos, de ganar nuevos adeptos; yo funciono principalmente mediante el colectivo cultural, mi mejor manera de atraer, de convencer sobre la justeza de nuestra lucha, del por qué de nuestra existencia; pregúnteme sobre eso, de ahí para arriba no sé más nada, no he recibido informaciones de cómo funciona todo eso que usted me dice; cómo puedo saberlo si sólo tengo poco tiempo con ellos, si sólo soy uno más de los de la base, si apenas recibo el mínimo detalle de los planes organizativos y algún que otro informe no menos importantes; no tengo noción de cómo funciona”. Creo que lo convenzo, espero convencerlos, antes que sigan porque no sé si podré soportar esas miradas trémulas que me miran sin piedad y más con ese fuete que tiene en la mano; necesito salir de aquí, ya pronto se celebrará los “Siete Días con el Pueblo” y debo participar con los muchachos, ofrecer el pequeño recital que hemos preparado, principalmente esa nueva versión que hemos hecho de la canción de Mercedes Sosa “Me gustan los estudiantes”. “No, no sé, cómo se produjo ese hecho, apenas tengo informes de prensa, si sé de algunos heridos y varios muertos; me he enterado por la prensa.” Sí, soportaré esta descarga eléctrica nueva vez, quiero tragarme esa verdad que casi me sacan, me tragaría esta verdad, de seguro que me la tragaría, si mis párpados no asumieran esta decadencia que se ha apoderado de esta década del 70, y mis labios, incapaces de cerrarse voluntariamente, no se agrietaran. “Ah, sí, sí, conozco algunos nombre, pero tan sólo de los que siempre me rodean, en las reuniones, en las presentaciones de nuestro arte popular, que es público, y todos los conocen, Luisa, José, creo que Miguel, pero sólo eso, no nos conocemos los apellidos, el mismo mío sólo lo conocen dos o tres, incluso algunos me llaman Fedor, otros Inocencio, y así por el estilo; es cuestión de seguridad, ustedes comprenden…” ¡Ay, y si esta invalidez de mi cintura y de mis rodillas no se doblegaran, porque son las que me contienen, que soportan esta conciencia que aún no se inmuta, y que tranquila como está aún no vomita esa flema pudibunda de la delación. Que así sea.
-Otoño, 1984-.
Erase una vez.............Cuentos…………......Federico Sánchez
-4-
“Vivirás siempre......”
A Orlando Martínez,
in memoriam
Enarbolando la cuartilla frente a la máquina de escribir, dudas. Un escalofrío que entumece recorre todo tu cuerpo. Una idea se eriza. Tiemblas al introducir la hoja rectangular en el rolo de la maquinilla. No alcanzas a imaginar cómo comenzar la primera palabra, la inminente frase, la línea que da forma al encabezado, sin que sea un lead apresurado. Tu corazón, temblante, se acelera, in crescendo. Un airecillo fresco, húmedo, cortante se estaciona en tu piel. La enfría. Se estimula. Te resfrías. Tratas de iniciar tu informe periodístico, pero vacilas; tu pensamiento, los hechos, los datos recogidos se contradicen. Sí, todo es confusión; nebulosa traición la de tu mente que trata de organizar todos los acontecimientos, en tanto los recuerdos de la infancia, de la adolescencia vienen a ti como una avalancha de vientos alisios o espumas de alta mar; recuerdo de lo que pasaste junto a él, el asesinado, el acribillado, el que en vida fue ejemplo del martirologio y el sacrificio en lucha por el bien de su pueblo, ese que yace inerme en esa fotografía tomada hace horas y que miras de soslayo, esa fotografía delatora, periodística, que saldrá mañana en el matutino. Intentas organizar los hechos, nueva vez, a través de todos los informes que has recogido. El parte policial contradice las querellas vertidas por la viuda y no sabes a qué atenerte. Vacilas antes de imprimir la primera letra en el papel; sabes que tienes poco tiempo para redactar sobre los acontecimientos, ocurridos ayer en el enfrentamiento entre rebeldes y milicianos y también hoy durante el entierro mientras trasladaban los inermes cuerpos al cementerio, además sobre sus causas y consecuencias; y esa forma, imprevista, de la muerte de Aneuris efectuada la noche anterior junto a sus compañeros; luego lo ocurrido en el velatorio en la Funeraria Blandino y en la marcha fúnebre en su recorrido a pies hasta el cementerio principal de la ciudad de Santo Domingo, ubicado en la avenida Máximo Gómez. Tienes que agilizar tu informe, el periódico está a punto de cerrar la edición que saldrá mañana. Pero hacer una introducción en este reportaje sobre la muerte verídica de quien en vida conociste muy estrechamente desde pequeño, te resultas difícil, por las contradicciones de hechos que has recogido en entrevistas, tanto a la viuda como a los amigos, compañeros de partido y otros allegados, comparados con los datos de la Policía Nacional y Las Fuerzas Armadas, ofrecidos por su vocero o Relacionista Público. Dudas si escribir a como dé lugar el reporte de encargo que te pidió el Jefe de Redacción o marcharte a tu casa a escribir un ensayo o una novela, como lo intentan hacerlo de ti ahora; quizás te decidas a escribir una
autobiografía de ti y sobre ese muerto, que tanto dolor de cabeza causó, y seguirá causando, pues él vivirá en muchos corazones, aún el tiempo borre sus memorias, tal como rezaban algunas pancartas exhibidas durante el entierro hoy en la mañana “Aneuris: vivirás siempre en nuestra memoria”, “Vivirás siempre en el corazón de la Patria”. Piensas que la inmortalidad puede esfumarse si no se deja registros, restos en qué apoyar lo que fue la conducta de un individuo. La literatura, intentas repensar, puede ser un medio loable e indeleble. Absorto como estás, te vuelven, te convocan a la realidad presente, inmediata, con unos manotazos alegres y a la vez de ternuras que en las espaldas te da un colega, creyéndose no haberte visto en todo el día, te ofrece sus condolencias, sabiendo que tú fuiste amigo de uno de los occisos. Un brillo tenue, sin fuerzas, se levanta de las partes niqueladas de la maquinilla, corroída por la fuerza implacable del tiempo y el aire húmedo, y tus ojos intentan desviar la reflexión, esquivan, más bien, el disfuerzo provocado por la desidia o la apatía que te envuelven conjuntamente con la vacilación de comenzar a escribir la primera línea, aunque hoy se trata de la duda, la confusión que tienes sobre los acontecimientos. El silencio espectral existente en la sala de redacción te desquicia. Casi la mayoría de tus colegas se han marchado, pero el Jefe de Redacción espera, despreocupado, menesteroso frente a las páginas diagramadas que debe firmar con un “Okey” antes de enviarlas a fotomecánica; espera por ti, por tu reporte, tu incisivo reportaje. Un dejo de tristeza te embarga el rostro, no puedes imaginarte a tu amigo de infancia tirado en el suelo, boquiabierto, empantanado de tierra y sangre, confundiéndose con un cieno negruzco, ácido, agraz; no puedes olvidar esas fotografías que te muestran junto con el informe policial sobre la muerte de Aneuris y sus compañeros, éstos muy distantes y en diferentes sitios de aquél. En esas fotos se ve un cuadro patético: como por impulso de un instinto místico, dos cuerpos yacen cuasicruzados formando una cruz cristiana; los brazos y las piernas de ambos se extienden formando más cruces a su vez con su propio cuerpo en forma individual. En la misma foto, se ve al fondo un matorral al descubierto limitado por una multiconstrucción que no tardaría mucho tiempo en alojar a más de 20 familias que ya han dado su inicial de compra. Otra foto: un zapato está junto a un tercer cadáver situado a más de tres metros de los que forman la cruz, con un rostro languidecido, aparentemente por el desvelo de la noche anterior; en primer plano, un soldado cinteado de cartuchos y bombas de rápida explosión, exiguo detalle, símbolo minúsculo del poder persuasivo de la milicia, mira con ojos sobresaltados, pensando, sin quizás, en su próximo ascenso por haber defendido la seguridad de la patria con alta dignidad. En otra fotografía un ramo de yerba de limoncillo araña la mejilla del cuarto muerto, caído en forma de ángulo, seguramente encogiéndose del último frío que recibió en su delirio; cerca de sus pies una metralleta Cristóbal; algunos niños curiosos se observan en un instante de su movimiento acartonado, con un rictus de espanto en sus ojos; a unos pasos dos soldados conversan, posiblemente del rol jugado en la hazaña, un gran golpe político-militar, sin dudas, contra “los terroristas”. Ahora dejas caer las fotos sobre el escritorio, cierras los ojos; imágenes en penumbras escenifican recuerdos tardíos de la adolescencia cuando tú y Aneuris correteaban por los matorrales de los solares baldíos en la parte alta de la ciudad cuando aún la extensión poblacional, en los años 50, no se había acelerado como ahora, producto de la inmigración humana del campo a la ciudad capital. Ahora también comienzas a memorizar aquel día, mientras maroteaban frutas en “Mata Hambre”, mangos, cajuiles, y naranjas. Habían salido como a las dos de la tarde, desde el barrio. El día anterior planificaron salir a marotear. Salieron con entusiasmos, tú, él, otros nombres que ahora no es importante recordar. Tardaron media hora ó 40 minutos en llegar a los terrenos que tenían más árboles frutales, con muchos cajuiles y manzanas de oro, sin dejar de lado los mangos, entre otras frutas, como guineos y caimitos. Quién diría que una gran avenida, unos doce o quince años después, atravesaría, con sus asfaltos, su concreto y sus ruidos atronadores, esa vereda tropical repleta de frutas, arbustos y flores. Iban todo el camino recogiendo piedras redondeadas, principalmente cayaos y guardándolas en bolsas de hilos para apedrear las frutas jugosas más altas, que se encontraban en el cogoyito. Después de acumular suficientes frutas, y en pleno disfrute de una gula jugosa, fueron sorprendidos por el celador de la finca. Un tremendo perro se alcanzó a ver no muy lejos, atravesando el camino, que salió de la nada, alojado entre los matorrales más bajitos que rodeaba la arboleda que se centraba cerca de una vivienda abandonada al extremo del solar, y tan pronto vieron al canino huyeron despavoridos hacia la pared más cercana, brincando casi todo lo que significara estorbo, y que implicara obstrucción para la correría, para simplificar el trayecto y alcanzar la salida con facilidad. Los ladridos se hacían más intensos, más claros, más sonoros, y los pasos de ustedes eran más rápidos cada vez. Ya saltaban un tronco atravesado, ya ladeaban un camino con ramas caídas o muy estrecho para meterse en otro ancho; corrían como locos, el objetivo se acercaba, la pared se veía más grande según avanzaban, el perro detrás, sus ladridos más agresivos, y el celador “Párense ahí, cojollo, pa’ que sepan lo que e’ coger fruta ajena”, y el pobre Lalán, de piernas cortas, gritando a todo pulmón, “espérenme desgraciaos”, tratando de brincar un tronco enorme, para él, y que estaba ya próximo a la pared, la cual los demás la habían brincado con suma facilidad, y Lalán, tratando de subir su pierna corta en el muro, y ya a punto de que el perro se lo lamiera con sus colmillos, una mano amiga le agarra el brazo y prácticamente lo levanta, bordeando la pared, salvándose de milagros, y fuiste tú quién tendió esa mano precisa, y entonces los latidos del corazón se vuelven tambora “tam, tam, tam, tam, tam”, respirando al compás de sus emociones, del susto tremendo que se llevaron y que continúan porque no paran de correr hasta verse bien lejos de la pared, y un gran árbol, naturaleza inmaculada del entorno, le sirve de cobija, se recuestan en sus enormes raíces, jadeantes todos, transpirando soplidos enormes cada vez que abren la boca, para contar la osadía, el corre corre, los saltos increíbles, las velocidades alcanzadas, batiendo record Guinness de campo y pista con tiempo record mundial, y según van calmándose, la respiración normalizándose, recobran un resquicio de quietud, y entonces viene la satisfacción de la aventura, el placer de la osadía, y surgen las risas, los chistes, las burlas para unos y para otros, cómo corría éste, y cómo brincaba aquél, y se burlan de la lentitud de uno, y de lo feo que corre otro “cuando está asustao”, hasta que todos se envuelven en risas interminables, se abrazan, se marchan, otro día más de aventura de adolescentes imberbes que pasará a la memoria del barrio o de algunos de ustedes para ser contada algún día; entre tanto, alguien recogía frutas que quedaban en los alrededores, para saciar el hambre en el trayecto; mientras caminaban hacia el barrio, Villa María, la radio en un colmado cualquiera, a lo largo del camino, sonaba “Recogiendo limosna no lo tumban, qué va gallo qué va, no lo tumban”, merengue que se hizo famoso en los últimos años de la Tiranía, al final de los 50s; al llegar al barrio en la noche, que prontamente apareció con su carga de soledad y su silente nocturno, apagaste la nostalgia, esa nostalgia que ahora te embarga. Vuelves al presente. Abres los ojos, te dices mentalmente que doce o trece años atrás, cuando surgió esa excursión aventurera del maroteo, la adolescencia era un simple juego recreativo, hasta que llega la juventud, ya un poco más responsable y sometido al rito compromisario y obligatorio que impone la vida en sociedad, y lo cambia todo. Ahora que te encuentras inmerso en esa responsabilidad, comenzando la convulsa década del 1970, crees que “Todo pasado fue mejor”, como diría el poeta español, Jorge Manrique. Piensas en la sonrisa de goce sádico que se dibujó en los gruesos labios del informante al terminar de leer los datos oficiales sobre los acontecimientos y principalmente cuando éste levantó los brazos e inclinó la cabeza, recostándola en el espaldar del sillón, al momento de mostrar las fotografías. Intentas remover escorias polvorientas que sobre las teclas de la máquina se aposentan. Tus dedos, entumecidos por ese largo tiempo de absorto pensamiento y cuajados por el frío del aire acondicionado, húmedo (aire que llega del mar después que atraviesa la calle El Conde, vía que más tarde se convertiría en una arteria comercial secundaria, después que fuera en la década pasada, principalmente entre 1966 y 69, la más frecuentada), se adhieren a las letras; levantas las manos, tus brazos se sienten apiñados, no porque tu cuerpo no responda a tus designios de redactor, sino por una indescriptible inamovilidad que no te permite desplazar tus escuálidos dedos. De soslayo, observas esa fotografía horrible impactándote, donde aparece Aneuris yerto en el suelo, mostrando un cuerpo encogiéndose de dolor, pero con la actitud de mantener una pose de soldado revolucionario, a sabiendas que se encuentra frente a un pelotón de fusilamiento, y en su delirio intentó presentar su última voluntad: “Vencer o morir”. Retiras esa foto; humedecida tu frente, pese al viento frío de enero, te incorporas desapaciblemente y alcanzas un pañuelo que habías dejado en el extremo posterior del escritorio. Ladeas el cuerpo hacia la izquierda buscando algún resquicio de soledad, elevas la mirada hacia la lámpara fluorescente que está sobre tu cabeza. Frunces las cejas y poco a poco cierras los ojos abriéndolos de inmediato. Te friccionas y la tela se enjuaga humectantemente, y piensas en la ocre humedad de tu amigo, de hoy lánguida mirada; es un presagio de la sudoración que tendrás cada vez que pienses en él, máxime si decides escribir sobre su vida como una historia novelada. El sopor es molestoso, debes de agilizar los dedos; gesticulas, miras a tu alrededor consiguiendo apenas distinguir los escritorios contiguos, esparcidos por la sala de redacción; las obsolescentes maquinillas destapadas; el cristal claro-oscuro que separa los cubículos; la penumbra estimulada por la falta de una iridiscente lámpara que ayude a esclarecer los pasillos que dan acceso al cuarto de la rotativa, impresora un tanto obsoleta; el rayo de luz lunar que se introduce por una disimulada claraboya, cuyo pórtico abre y cierra desde afuera hacia adentro; entre otros detalles. Pasas por segunda vez la mano sobre tu cabeza y desde el frontal de tu rostro la desliza, rozando, como podando, suavemente tu cabellera montaraz hasta llevarla hacia atrás, retrotrayándola por encima de los hombros. Tus ojos negro-canelas se nublan, se invierten en un pestañar incesante de tus pupilas, como acostumbrándose a la oscuridad cuando se despierta en la madrugada. Intentas incorporarte para darte ánimo. Esfumas la desidia y recibes a lontananzas una voz que te llega parsimoniosamente recriminándote sobre la tardanza de tu reporte, y precipitadamente te sientas. La nebulosa gris, pesada, con lentitud pero segura, inserida en tu circunvolución cerebral, se va despejando. Sumergido en tu incruento pensar sientes pasos que se incrementan a cada segundo, luego una mano se asienta en tu hombro izquierdo requiriéndote una explicación. Es el Jefe de Redacción. Te enmudeces. Pides cuenta del tiempo; sólo diez minutos hace que te sentaste, sí, pero aún no se ve una línea de nada. Solo, de nuevo, sientes ahora pasos descreciendo; es que alguien se aleja. Un sonido sibilante apagándose, el rastrilleo de un escritorio que te hace crujir los dientes, quizás por el parecido estruendoso que provoca un arma homicida como la presentada en la fotografía, una Cristóbal, quizás, no la distingues bien. Intentas sustraerte de la realidad; no puedes, agilizas tus músculos, revitalizan tu energía; emerge lucidez, iniciativa, siempre lo has hecho al iniciar un informe periodístico. Te inmutas, recoges los pies con aprehensión disimulada y los colocas debajo del asiento, luego los alargas. Sientes que el tiempo se detiene, te sobras esperanza, pues, para la larga jornada que te espera, para llenar el espacio del periódico que te han reservado. Es imprescindible que lo cubras, que lo dotes de un relato verídico, no fantasioso ni vilipendiado; que sea objetivo, claro, preciso, acorde con tu condición de reportero serio y perspicaz, inmerso en la verdad, no contradictoria con lo que piensas, sobre causa y consecuencia, sobre timidez o valentía o sobre los intereses creados en las partes envueltas, sin pensar en la reacción por abstención o adhesión de causas que puedan tener los lectores, reaccionarios o revolucionarios, continuistas o reformistas, retrógrados o comunistas, socialdemócratas, socialcristianos o neoliberales; aunque te contradigan, mediante otras informaciones periodísticas en otros informativos, tu opinión sobre la represión indebida, provocada, cobarde, que se produjo en el momento del entierro de Aneuris y las demás víctimas, o la posible falsedad de los datos ofrecidos oficialmente sobre el enfrentamiento y los posteriores asesinatos, versión contradictoria con otros datos que has recogido y que parecen obnubilados por aquéllos, por ser los primeros ofrecidos a la luz pública por las autoridades competentes, que detallan de un encuentro a tiros entre terroristas y miliciales en una construcción a poca distancia del extremo oriental de la ciudad, donde murieron cuatro de los perseguidos, y un quinto y líder del grupo que había logrado escapar, fue alcanzado, ya internado en el centro de la ciudad, negándose todos a rendirse, respondiendo con disparos, ocupándoseles luego armas de guerras cortas y largas. El mentís de ese informe tiene que justificarlo. Ladeas tu cabeza, la inclinas hacia abajo, en dirección hacia las teclas, porque ya iniciarás la primera palabra del recuento, arrojando luz, despiadada, indolente, inconsecuente con el oficialismo, aunque también obliterado de dudas, por las contradicciones que suscitará. Tu dedo meñique presiona forzosamente la tecla cuadricular extrema superior de la línea central del alfabeto, pero se queda inerme, acuclillado, cuya curvatura irregular del dedo revela que las ideas aún se mantienen fugitivas del pensamiento. Goznes imprevistos surgidos de las aldabas que sostienen un postigo en el fondo de la sala que da paso al cuarto de máquina de la impresora, te espantan sutil e instintivamente y presionado por el empuje de las manos, cada vez más pesadas, mano suspendida sobre las teclas, impulsas el dedo hacia abajo, acuñando, Orlando, la primera letra que da comienzo a tu largo relato, a tu novelar histórico, a tu reportaje confuso, contradictorio, inconvincente, repleto de dudas. De temor.
Febrero, 1987-.
Erase una vez…….......Cuentos ..............Federico Sánchez
No hay comentarios:
Publicar un comentario